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Midas 2

Midas #2

La increíble historia de Huber.

Sentados a la mesa del bar de siempre los amigos de Midas (Ver Midas #1) más que dispuestos a compartir un café, se mostraban ansiosos por extraerle una nueva enseñanza.


A veces a Midas le generaba un poco de “ruido” esa actitud repetida, ya que a él por sobre todas las cosas… sólo le interesaba compartir distendido un buen rato con sus amigos. Por lo cual, en esta ocasión, mientras revolvía parsimoniosamente su café, les dijo…

Che, les voy a contar una historia fascinante, es sobre un viejo amigo. Hace muchos años que no lo veo, perdí su rastro. Se llama Huber. Vaya a saber en qué lugar del mundo se encuentra ya que es un viajero empedernido.

Un tipo realmente fantástico, un personaje. Con ciertos dones que cuando les cuente no lo van a poder creer. Cuando lo conocí, hace muchísimos años, vendía libros. De hecho le he comprado varios y así, visita tras visita, nos fuimos haciendo amigos. Un día me hizo una extraña confesión, me dijo que en su primera visita, al instante de verme ya sabía que yo sería su cliente y además qué tipo de libros serían de mi interés. Asombrado le pregunté cómo era eso, a lo que respondió: “Me pasa con todo el mundo, máxime si son potenciales compradores. Al instante de producirse el primer encuentro percibo datos de su historia, gustos, etc.”


Quedé asombrado, pero un tanto incrédulo.

Huber -por supuesto- percibió inmediatamente mi desconcierto y falta de credibilidad. Me dijo: “En cuanto se dé la oportunidad te lo demostraré”

Poco tiempo después y en ocasión de una de sus tantas visitas vino a verme una pareja amiga, Roxana y Nito. Era verano, pleno mes de febrero. Los presenté. Huber, con su habitual simpatía dirigiéndose a Roxana con total seguridad le dijo: “Vos sos muy friolenta, es más, en invierno al acostarte y para entrar en calor envolvés tus pies con un pulóver de lana”. El rostro de Roxana se puso tenso. “¡Tal cual! Es la única forma de que mis pies entren en calor. ¡No lo puedo creer!


Huber, ahora dirigiéndose a Nito: “Vos en la infancia sufriste un accidente, llevás desde ese entonces la marca de ese hecho, una cicatriz en la pantorrilla de tu pierna derecha”

Nito abrió desmesuradamente sus ojos… se sentó, arremangó su pantalón, bajó su media y ante el asombro nuestro… mostró una profunda cicatriz.


Huber permanecía impasible, con una leve sonrisa me miró de costado. Sin decir palabra me estaba comunicando: “¿Ahora me creés?”


Les confieso que yo también quedé atónito, estupefacto.

De ahí en más ya no dudé de los dones de Huber ya que frecuentemente realizaba demostraciones que me dejaban boquiabierto.


Pero ahora viene la parte más interesante de la historia, la que quiero contarles.

Transcurrió una tarde en la mesa de un bar como este. Estábamos Huber, dos amigos y yo. Amenamente compartíamos una ronda de café cuando Huber preguntó la hora. Miré mi reloj y se la dije. “No, no… en realidad lo que quiero es que me prestes tu reloj, voy a hacerles una demostración”.

Mi primera reacción fue de desconfianza, temor a que le pasara algo a mi viejo y querido reloj. El que había heredado de mi padre y siempre me acompañaba. Por supuesto, Huber captó mi desconfianza. Me tranquilizó, dijo que nada le pasaría al reloj y como prueba de ello sacó de su bolsillo una suma importante de dinero y me la entregó. “Si algo sale mal, ese dinero es tuyo".


Más que nada para no quedar ante los amigos como un cobarde, le entregué el reloj.


Lo tomó con sumo cuidado mientras acercaba el servilletero metálico.


Fue tomando servilletas de papel una a una. Delicadamente fue envolviendo totalmente el reloj. Luego sucedió algo que dejó pasmados a mis amigos, y a mí aterrorizado. Con el servilletero comenzó a golpear fuertemente el envoltorio. Imaginen mi cara a medida que se escuchaba el crujir del reloj. Mis amigos también quedaron paralizados.

Huber se apoltronó en la silla. “Qué quieren tomar, invito yo”


Al mismo tiempo dijimos que nada. Queríamos salir cuanto antes del desconcierto. Ignorándonos Huber llamó al mozo. “Bueno… ¿Qué toman?”. Casi al unísono y para terminar cuanto antes ese trámite, respondimos… café. Nuestras miradas permanecían fijas en el bollo de papel que sin ninguna duda contenía mi reloj totalmente destruido. Huber en cambio, con total despreocupación, pidió una gaseosa y un alfajor.


Una vez retirado el mozo, nuestras miradas inquisidoras y ansiosas iban una y otra vez del envoltorio a Huber. Sin embargo él no acusaba recibo, al parecer tenía previsto no continuar hasta tanto llegara el pedido.

La espera se hizo tensa y eterna. Comenzamos a reprocharle que seguramente el truco había fallado y ahora no sabía cómo salir de esa situación. Yo extraje del bolsillo el dinero que me había entregado en señal de garantía, sospechaba que sería falso, pero no lo era.


(A esta altura es bueno señalar que ahora los amigos de Midas, mientras escuchaban la historia, se hallaban igualmente intrigados y ansiosos por saber el desenlace)


Midas continuó con el relato.


Bueno… les cuento que cuando el mozo trajo el pedido ninguno de nosotros ni siquiera tocó el pocillo de café. En cambio Huber se sirvió la gaseosa… bebió un par de sorbos. Despaciosamente, desenvolvió el alfajor… lo llevó a su boca… y lo mordió.


¿Adivinen qué había en el interior del alfajor?


¡El reloj! Exclamaron al unísono.

No, ¡el dulce de leche! respondió Midas en medio de una estruendosa carcajada.

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Si bien en esta ocasión sus amigos se quedaron perplejos y algo frustrados, comprendieron el mensaje. No es bueno estar todo el tiempo haciéndose preguntas sobre el proceso de existir.


Aprendieron que es saludable pasar por momentos distendidos.


Seguramente en el próximo encuentro, entre café y café, tendrán la oportunidad de seguir enriqueciéndose con las enseñanzas de Midas.

Ben Gualid

Febrero de 2016


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